jueves, 20 de marzo de 2014

En el probador

Corre con la mano izquierda la pesada y oscura tela gris que resguarda la intimidad del probador. Entra – un poco cegada por las luces blancas del techo - deja su cartera de diseñador en uno de los ganchos metálicos de la pared, se sienta en la banqueta cuadrada de madera clara y mira fijamente el vestido azul que había elegido. Lo deja en el otro gancho y en silencio pide por favor que le quedara. Era el único que le había gustado de todo el negocio.

Todavía sentada, las rodillas juntas y la espalda encorvada, Elena da media vuelta con su torso y mira su cara en el espejo. Las patas de gallo surcan el área de sus ojos como si fueran ríos secos. Odia esa parte de su rostro y por eso es a la que más le presta atención. Con las dos manos estira la zona de sus ojos, saca boca como hacen las modelos y se dice que quizás es tiempo de hacerse un retoque. Está envejeciendo y eso la aterra.

Se obliga a dejar de lado el tema de las arrugas y comienza a pensar en todas las cosas positivas que le estaban pasando. Su matrimonio no estaba tan mal como el de sus amigas, su hijo ya no la ignoraba tanto y mañana a esta misma hora daría su primer discurso como jefa del área de marketing frente a hombres envidiosos. Cuando asimila todos estos pensamientos, Elena se para, instintivamente pone sus dos manos sobre la cadera, se mira nuevamente al espejo – esta vez de arriba abajo, no sólo el rostro – y levanta levemente su mentón, en una clara posición de liderazgo. Se siente poderosa. Hasta que descubre que tiene bigotes.

Charlando con amigas siempre había sostenido que no hay mejor lugar para depilarse el bozo que un probador: las luces dejan al descubierto cualquier pelito rebelde. ‘Debería haber traído la pincita’, piensa. Acerca su rostro al espejo, estira la trompa y saca boca como una vedette berreta, como para descubrir cuántos son los pelos que debe eliminar al llegar a su casa. Cuenta seis.

Mira el reloj de pulsera dorado que su marido le regaló para el décimo aniversario de bodas. Ya hace cinco minutos que está en el probador y aún ni siquiera se desvistió. Recién en ese momento se da cuenta que en el altoparlante está sonando su canción preferida de Madonna, Frozen. Contenta con su pequeño descubrimiento, Elena deshace su cola de caballo, pasa sus dedos por el pelo castigado por planchitas y tinturas y comienza a desabrochar el primer botón de su camisa blanca de seda. Odia los botones de esa camisa, son muy chiquitos y a veces se lastima las uñas. No tiene tiempo para hacerse la manicura otra vez.

Termina de desabrochar el último botón y antes de quedarse en corpiño, mira el horrendo tatuaje que se hizo a los 18. Si alguien en la oficina se enterara que tiene una rosa negra debajo de su teta izquierda, se moriría de la vergüenza. Se saca la camisa con cuidado, no quiere arrugarla. Se agacha, la apoya en la banqueta de madera, se para recta y se mira en el espejo. Sus tetas no están tan caídas como pensó que lo estarían a los 38, luego de tener un hijo. Se las toca, las junta y las levanta mientras saca pecho. Se convence de que no es necesario hacerse un implante.

Sus tetas no sufrieron la maternidad, pero su abdomen sí. Está fláccido, flojo y pálido, pone sus manos sobre él y lo agita. No debería haberlo hecho. Ahora está deprimida: su panza le recuerda a un globo estirado. Y pensar que cuando era jovencita todos le halagaban su cinturita de avispa. Decide que la semana entrante comenzará a hacer cien abdominales por día, justo antes de desayunar.

Baja el cierre de su falda tubo color negra, esa que le hace buen culo. Siente un alivio inmediato, hasta ahora no se había dado cuenta de cuánto le ajustaba. Con sus dos manos baja la pollera hasta el piso, la toma y la deja sobre la camisa, en el banquito de madera. Aún con los tacos puestos, Elena da media vuelta para mirarse el culo y las piernas. Las luces destacan todo lo que no deberían: celulitis, estrías y flojera. Nunca entenderá por qué todas las tiendas de ropa usan esas luces. Con la mano derecha levanta su glúteo derecho y por un momento cree que de tenerlo así, sería más feliz.

Vuelve a mirarse de frente y justo arriba de su bombacha de algodón rosa ve la cicatriz de la cesárea. Es la única marca de su cuerpo que no le disgusta: le hace recordar el momento más feliz de su vida. Se toca la cicatriz y sonríe sin darse cuenta. Luego mira el vestido, lo saca de la percha de madera y le baja el cierre. Haciendo equilibrio sobre sus tacos de cinco centímetros, levanta un pie, luego el otro y lentamente sube el vestido. Mueve su mano derecha hacia la espalda y con un movimiento de contorsionista sube el cierre.

Ya con el vestido cerrado, Elena se mira en el espejo. Se ve mejor de lo que creía. En alguna revista femenina leyó que el azul es un color que se relaciona con la eficiencia, y por eso se decidió por este vestido. Pasa sus manos por todo su cuerpo, como planchándolo. Se mira de costado e instintivamente mete panza. Vuelve a mirarse de frente y se sostiene el pelo, como si lo tuviera recogido. “Mucho mejor”, dice en voz alta. Debe recordar sacar turno en la peluquería antes de la reunión. Saca la etiqueta de adentro de la parte de la axila para recordar el precio: 899 pesos. Sabe que es caro, pero no hay dinero que pague la satisfacción de verse espléndida.

Suena su celular y recién en ese momento se da cuenta que Madonna fue reemplazada por un jazz meloso. Atiende, un poco ofuscada por la interrupción de este momento íntimo, y escucha a su marido preguntando a qué hora llegará a casa.


Obra de Christoffer Wilhelm Eckersberg, 1837. 

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