Debo reconocer que para que un par de sandalias me guste debe cumplir varios requisitos. El primero (y el más importante): que no me tomen por tonta y quieran cobrarme 1600 pesos por un producto que se que no lo vale. El segundo: nunca renunciaré a la comodidad. El tercero: no quiero que TODO el mundo tenga el mismo par que yo. El cuarto y último requisito: pretendo que mi pie se vea lo más femenino posible.
¿Cuán difícil puede ser que un par de sandalias cumpla con mis expectativas? A juzgar por mi experiencia, es casi misión imposible. Calzo 38, como la mayoría de las chicas, por lo que doy por descartado que el tamaño de mi pie sea el problema principal.
Todos y cada uno de los locales a los que entré parecían una copia del anterior. En ninguna de las tiendas vi un modelo original, ninguno llamaba mi atención, ya todos estaban en mi memoria visual. Pero el diseño que más se repetía era el infame híbrido entre skippie y suela de tractor. Vi a decenas de chicas usar este modelo y a ninguna, por más piernas torneadas que tuviera, le quedaba bien.
En un momento de debilidad, entré a una zapatería y me probé este modelito infame. En una de esas, un milagro ocurría y todas mis críticas se podrían ir por la borda al ver que no me sentaban tan mal. Qué ilusa. Ni bien me las puse, mi tobillo se ensanchó, mis piernas se acortaron y mi caminata era la de una quinceañera novata que por primera vez se pone tacos. Mi pies se veían como los de una travesti que intenta que su pie sea femenino cuando siempre se verá masculino. ¡Y encima salían 1100! Un escándalo.
Me rendí. Ya está. No habrá sandalias nuevas este verano. Mejor para mi bolsillo, mejor para la crisis habitacional de mi placard.
¡Pero qué bronca tengo!
Cuidado: estas imágenes pueden herir su sensibilidad estética